Con amarga sonrisa leo el artículo de Rosa Montero sobre el impacto de la revolución tecnológica en la sociedad (23 de junio). Afirma la autora que para conseguir materializar el sueño de una sociedad mejor para todos en la que el choque de la revolución tecnológica sea el mínimo es esencial el papel de la educación. Como profesor de enseñanza secundaria no puedo estar más de acuerdo. No obstante, también soy consciente de que esa fe en la educación que enriquezca espiritual y materialmente no deja de ser un desiderátum. Mucho tendría que mejorar el sistema educativo de este país para que pudiera soltar el pesado lastre de las numerosas reformas que viene sufriendo. Sirva de muestra mi experiencia, en la que se dan la mano los dos temas principales del artículo: la revolución tecnológica y la educación.
Trabajo en un instituto de secundaria donde hace tres años se implantó el sistema de educación semipresencial para alumnos mayores de 16 años. Esta modalidad consiste en que el alumno solo asiste a clase dos días a la semana, ya que la principal relación con sus profesores es telemática. Como la mayor parte del tiempo los educandos no ocupan un espacio real, el número de ellos que se pueden matricular en un curso es muy alto. Este año, por ejemplo, he contado con un grupo de primero de bachillerato formado por 190 alumnos, a los que, según el horario, dedico una hora presencial y dos telemáticas a la semana. He aquí uno de los impactos negativos de la revolución tecnológica y, a la vez, el fracaso de su potencial solución. Por una parte, se destruyen puestos de trabajo –donde antes se necesitaban seis o siete profesores, hoy basto yo–; por otra, ¿cree alguien que con esta cantidad de alumnos se puede ofrecer una calidad de enseñanza que nos ayude a construir esa realidad mejor de la que habla la escritora?