MI trabajo no depende de una silla, ni de un ordenador, ni de un jefe autoritario, ni siquiera, muchas veces, de mí misma. En mi trabajo, la puntualidad, las ganas, la preparación o la responsabilidad no son garantía de éxito. Más de 1.000 veces he llegado con 10.000 actividades previstas, de libro, de interacción, de pizarra digital, de audiovisuales, de ficha y de cuadernillo y, de pronto, aunque todo apuntara a que iba a ser una clase maravillosa, la cosa acaba en un sinsabor descafeinado o en un completo desastre. Es el alto precio de educar en los tiempos que corren. Es la dificultad que entraña un trabajo que depende de otras personas. Y, sobre todo, de que estas personas sean treinta adolescentes, metidos en un aula, con edades comprendidas entre los 12 y los 18 años. Sigue leyendo…