MIENTRAS que en los países más avanzados en educación se tiende a abandonar el modelo convencional de contenidos de la enseñanza basado en la fórmula de las asignaturas, por estos lares, salvo contadas experiencias, las distintas administraciones educativas tienden precisamente a aumentar el número de materias que los alumnos deben cursar en sus estudios. Así, da la impresión de que las decisiones se toman al margen de la investigación y de las experiencias innovadoras, y, parece también, que, más que un estímulo, la política educativa puede convertirse en un obstáculo.
Al día de hoy, los alumnos, desde los del primer curso de Primaria hasta los del segundo de Bachillerato, deben cursar cada año escolar entre nueve y once asignaturas distintas, lo que resulta algo excesivo pensando sólo desde el sentido común. Las razones de esta propensión a atiborrar a los estudiantes con multitud de asignaturas son de diverso tipo. Es un asunto en el que se mezclan intereses corporativos, algo de afán publicitario por parte de las administraciones educativas y, desde luego, la aparición de nuevos conocimientos que legítimamente deben encontrar un hueco en el currículum escolar. Sea por un motivo u otro, lo cierto es que las materias escolares tienen una vida prolífica y, aunque algunas acaban desapareciendo, más bien tienden a multiplicarse. Repensar y cambiar el modelo de enseñanza basado en asignaturas no es asunto fácil. De entrada, hay que contar con una larga y asentada tradición que, a fuerza de decenas de años, se ha convertido en una verdad incuestionable. De hecho, para el profano en materia de enseñanza -incluso para los no tan profanos- , es imposible pensar en una forma distinta de organizar los contenidos. Además, en lo que respecta especialmente a la etapa secundaria, dado que la provisión de los puestos de trabajo se hace precisamente por asignaturas, cualquier cambio significativo en la organización de los contenidos tiene repercusiones igualmente significativas, y trascendentales, en las condiciones de trabajo de la profesión docente. Y no digamos si tenemos en cuenta el tipo de formación que éstos reciben en sus estudios universitarios, generalmente centrado en las viejas disciplinas escolares. El asunto de organizar la enseñanza sin asignaturas es, desde luego difícil, pero no imposible si se diseñara una estrategia a largo plazo, algo que no es práctica habitual en este campo.
Lo que no parece tan difícil es contenerse en la propensión a aumentar el número de ellas. Es lógico que, a medida que surgen nuevos ámbitos y nuevas necesidades formativas, se reformule el currículum escolar, pero para ello no es necesario inventar nuevas asignaturas. Si, por ejemplo, la Administración, por las razones que sea, estima conveniente fomentar la cultura empresarial, no es necesario inventar una asignatura -Cultura emprendedora- o, si se estima conveniente propiciar la formación ciudadana, tampoco parece necesario añadir otra asignatura a las ya existentes. No hay que suponer que porque se introduce una nueva materia en los planes de estudio, ya se adquiere conocimiento Las materias escolares son inventos del siglo XIX, una forma peculiar de empaquetar el conocimiento, pero el conocimiento puede adquirirse -y se adquiere de hecho-, trabajando sobre asuntos relevantes de la vida social y del medio natural, poniendo en marcha proyectos de trabajo sobre cuestiones que desbordan el marco de las asignaturas pero no por ello se aprende menos.
Por lo demás, la proliferación de asignaturas tiene consecuencias indeseables. Por una parte contribuye a la burocratización del conocimiento, pues lo encorseta en una rígida estructura. Por otra, manteniéndose el mismo número de horas lectivas, al aumentar el número de materias, se reduce su carga horaria, hasta el punto de que algunas disponen de un tiempo irrisorio de clase -una o dos horas semanales-, lo que las convierte en asignaturas irrelevantes, cuya existencia sólo se justifica para hacer creer que se enseña y se aprende. En fin, en la educación secundaria, la proliferación de asignaturas y la reducción de su carga horaria, obliga a que los alumnos tengan muchos profesores distintos y los profesores muchos alumnos distintos, más exámenes distintos, más calificaciones distintas…
Los sistemas educativos son estructuras complejas en las que confluyen factores, agentes e intereses de muy diversa índole, de aquí que el cambio de la educación sea un asunto difícil. Pero esta dificultad no puede hacernos ignorar la obsolescencia de muchas de sus formas y prácticas. Como se viene planteando desde la investigación educativa, y de las prácticas innovadoras, quizás las asignaturas sean ya artefactos periclitados. Si cambiar la educación es difícil, al menos no lo hagamos más complicado.
F. Javier Merchán Iglesias
Profesor asociado de la Universidad de Sevilla
Publicado en Diario de Sevilla. Mayo de 2016