Las familias que estos días realizan la solicitud de plaza para sus hijos e hijas se encuentran con que el colegio público de su elección ha reducido una clase, es decir, 25 plazas, en lugar de las clases que se ajustarían a la población del entorno. Ante el temor de no conseguir entrar, se ven forzadas a optar por una segunda o tercera opción para no “arriesgar”. De esta manera, el recorte de plazas ejerce un efecto disuasorio sobre las familias. El resultado es la eliminación de una clase, la exclusión de los niños y niñas cuyas familias sí arriesgaron y la masificación de la clase que sí se mantiene, siempre con una ratio al límite de la legalidad, cuando no, superando la cifra máxima que marca la normativa.
En tiempos de pandemia, es más que razonable que se produzca una disminución de ratios para hacer frente al COVID y, de paso, no se cierren unidades. Cada unidad pública que se cierra provoca una pérdida de empleo público, de pluralidad, de calidad educativa y desplazamientos de profesionales docentes y no docentes. No tiene sentido partir del límite máximo, pues luego esto se traduce en ratios por encima de lo permitido debido a matriculaciones extemporáneas. La Administración lo sabe pero actúa como si no fuese a suceder.
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